Estamos inmersos en la tercera gran crisis alimentaria en 15 años. Y no es ninguna
casualidad. Es el resultado de un sistema alimentario mundial injusto que prioriza el lucro anteponiéndolo a los derechos y la vida de los pueblos y al medioambiente. El hambre, la desnutrición y el aumento de los precios de los alimentos a nivel mundial son consecuencia de un sistema económico insustentable. La respuesta sólo puede ser un cambio de sistema en pos de un sistema alimentario basado en la agroecología y la soberanía alimentaria.
La invasión rusa en Ucrania puso en los titulares de los medios a la crisis alimentaria, cuando el precio del trigo se disparó un 70%. La FAO previó la posibilidad de que 13 millones adicionales de personas se vieran arrastradas al hambre. Sin embargo, los precios venían aumentando ya antes que hubiera brechas en el suministro, empujados por la especulación y el afán de lucro de los comercializadores de alimentos en los mercados financieros. El pánico en los mercados mundiales de alimentos, provocado por el conflicto entre los mayores productores de trigo y fertilizantes químicos del mundo, ha dejado al descubierto la enorme fragilidad del sistema alimentario mundial. Actualmente, al menos 20 países dependen de Rusia y Ucrania como proveedores de la mitad de sus importaciones de trigo. En África Oriental, el trigo se ha transformado en alimento básico, a pesar de no cultivarse en la región. Se importa el 84%, principalmente desde Rusia y Ucrania.
Un sistema alimentario frágil erigido en base a la doctrina neoliberal
El sistema alimentario industrial actual es causante de múltiples crisis: las crisis climática, alimentaria, ambiental y de salud pública. Las cadenas de producción mundiales también son sumamente vulnerables a estos golpes. Abastecidas por un modelo industrial de producción alimentaria, son muy dependientes de combustibles fósiles e insumos químicos y están controladas por un puñado de grandes empresas. Esto significa que los precios de los alimentos acompañan el aumento de los precios de la energía, a la vez que la producción intensiva de alimentos contribuye a las emisiones de carbono y la destrucción ambiental.
A medida que la crisis climática se intensifica, los eventos meteorológicos extremos como las sequías, inundaciones y olas de calor padecidas este año en el Cuerno de África, Paquistán y Europa se vuelven más frecuentes. Esto profundiza la pobreza y el hambre de las poblaciones vulnerables, amenazando a la vez la a las/os productoras/es de alimentos a pequeña escala en su capacidad de alimentar a sus comunidades en el futuro. Los conflictos, guerras y ocupaciones actualmente en curso se cuentan entre los principales impulsores del hambre a nivel mundial. A menudo, estos conflictos giran en torno a la
extracción de recursos o el control de tierras, y se ven agravados por el cambio climático.
Además, tantos años de doctrina y políticas neoliberales (ajustes estructurales, préstamos condicionados, desreglamentación del sector financiero y tratados de libre comercio) han llevado a muchos países que solían ser autosuficientes nutricionalmente a depender de las importaciones de alimentos. El endeudamiento condicionado creciente de países del Sur Global como Sri Lanka, les impide destinar fondos públicos para hacerle frente al aumento de los precios de los alimentos y los costos de la atención de la salud, y a la pobreza energética y los impactos climáticos.
El hambre y la crisis alimentaria son una vergüenza estructural
Ya había hambre generalizada antes que comenzara el conflicto entre Rusia y Ucrania. Según la FAO, entre 702 y 828 millones de personas se vieron afectadas por el hambre en 2021. En 2020, más de 2 mil millones carecieron de acceso adecuado a alimentos. La pandemia de Covid-19 arrastró al hambre a 150 millones de personas más.
Estos niveles persistentes y escandalosos de hambre dejan al descubierto los problemas estructurales del sistema alimentario industrial. El problema no es que haya producción insuficiente de alimentos, sino la ciega obsesión por la productividad, las ganancias y los mercados mundiales como la manera de proveer alimentos, en lugar de enfocarse en hacer realidad el Derecho a la Alimentación, y los derechos de los pueblos en general.
El agronegocio controla el mercado
En todo el mundo vemos que hay pobreza estructural, bajos salarios y desigualdad creciente. La industria del agronegocio está controlada por un puñado de empresas que tienen enorme influencia en los mercados, la investigación y las políticas. Las ‘cuatro grandes’ comercializadoras de granos– Archer Daniels Midland, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus – registraron sus mayores ganancias de la historia en 2021. La riqueza de las grandes empresas y multimillonarios del sector alimentario creció un 45% en 2021/22, ascendiendo a $382 mil millones.
Las empresas transnacionales han transformado los alimentos en una mercancía financiera con la que especulan y se enriquecen sin medida. En cambio, las/os productoras/es a pequeña escala enfrentan más represión y amenazas a sus medios de sustento. El agronegocio aprovecha la crisis alimentaria para presionar por más subsidios y deshacerse de las reglamentaciones existentes. Amparándose en la
“respuesta a la crisis”, puede acaparar tierras y recursos de campesinas/os, Pueblos Indígenas y agricultoras/es familiares para establecer plantaciones de monocultivos de árboles o fincas para agricultura intensiva, por ejemplo.
Aun así, esta ‘Red Alimentaria Campesina’ provee de alimentos a más del 70% de la población mundial. Producen de manera más sustentable mientras que usan menos del 25% de los recursos mundiales (tierra, agua, combustibles).
Nuestro llamado al cambio de sistema por la soberanía alimentaria
La respuesta a la crisis alimentaria mundial no es profundizar la liberalización de los mercados, ni producir más intensivamente. Hay que cambiar de enfoque, dejar de lado el afán de lucro y la meta del crecimiento económico, en pos del Derecho a la Alimentación.
Ya hay gente en todo el mundo trabajando en pos de esta transformación, desde los huertos urbanos en Malasia a las redes de semillas nativas en Uruguay. En lugares como Togo, El Salvador, y Filipinas, los sistemas alimentarios agroecológicos locales y las cadenas de suministro cortas demostraron ser resilientes e innovadoras durante la pandemia de COVID 19.
Una transformación radical de nuestro sistema alimentario en pos de la soberanía alimentaria es posible. Requiere de políticas públicas adecuadas para reducir la dependencia de las importaciones de alimentos y potenciar los sistemas alimentarios nacionales, especialmente en el Sur Global. Esto significa garantizar la justicia social y económica mediante la anulación de la deuda y frenando los tratados de libre comercio y los tratados de inversión injustos. Implica desmantelar el poder empresarial.
Exige además invertir en instituciones y políticas públicas de apoyo al Derecho a la Alimentación y la agroecología, garantizando a la vez los derechos de los pueblos a controlar sus territorios -tierra, agua y semillas. Significa valorar el conocimiento y los mercados locales y nutrir las relaciones sociales basadas en la justicia y la solidaridad.
Implica hacerle frente a las opresiones superpuestas que operan en el sistema alimentario -patriarcal, racista, colonialista y de clase -y reconocer el papel fundamental de las mujeres en la producción de alimentos. En definitiva, significa apoyar a quienes alimentan al mundo protegiendo la biodiversidad, reduciendo las emisiones y combatiendo la agricultura industrial destructiva.
La respuesta a la crisis alimentaria mundial es el cambio de sistema.